Subí hasta el pico de un alto monte, y pude ver el mar,
sus grandes brazos de agua inundaron mi mente,
y comencé a nadar hasta llegar al estuario;
lugar donde el río viene a sumar.
¡Y cada lado de esa armonía tiene sabor diferente!
Cuando se asomaron las sombras, miré hacia el cielo…
Estaba éste colmado de estrellas;
¡Eran tantas! Todas bellas.
Enhorabuena; porque meditaba yo
sobre toda aquella gama de hermosura que mis ojos veían…
Y dije así:
-¡Nada de lo que me rodea puede existir sin ti!
Miraba a lo lejos, y allá por el infinito,
veía el destellar de una luz muy fuerte,
pero de cerca,
sentía el aliento del toque terso
humedecido de lluvia;
sentía el aliento del toque terso
humedecido de lluvia;
escuchaba caer su fuerza sobre aquel terreno seco,
ansioso por beber del zumo que le mojaba.
Y se formaron charcos de todos tamaños
hasta que la tierra pudo saciar su sed.
Y anduve entre la densa arboleda,
estaba toda florecida de retoños al despuntar la mañana;
respiraba del viento la fragancia natural
henchida de grato aroma,
traída a mis pulmones como etérea humareda.
Escuchaba impresionado
el crujido de anónimos pasos que al ambiente engalanaba;
-era la fusión del pastizal grisáceo con residuos de hojas
secas-;
las que una vez al mundo mostraron
la verdosa vestimenta de los árboles
en el esplendor de sus días.
Ahora el ocaso
decora el paisaje con mustios colores.
El crepúsculo se plasma… Y derrama
de su inagotable tintero el colorante mejor,
sobre un lienzo divino que no entiende mi cabeza hueca.
¡Cuán grande es la belleza creada!
¡ Cuán maravillosa es la obra mostrada por el Creador;
haciéndonos tener el sentido fecundo!
Porque así es su amor profundo;
gracias Señor, Dios Todopoderoso,
por darme tanto,
sin yo tener que aportar nada.
Julio Medina
28 de diciembre del 2016